J.J.A PERANDONES – La tolva
Si das un paseo por caminos y cunetas observarás que en sus bordes, si no han sido rasurados por la desbrozadora, se te ofrecen vistosas flores, blancas, amarillas, purpúreas, de plantas de malvas y de magarza, de cardos y, aunque escasas, de dedaleras. No goza el cardo de simpatía, salvo por su utilidad para esponjar la lana: escardar es quitar las malas hierbas del campo sembrado, y si al asunto personal vamos, nos despachamos a gusto cuando de alguien decimos que es un cardo, o si nos resulta un tanto repulsivo, cardo borriquero. El “Génesis” proclama que la tierra nos producirá cardos y espinas, y un poeta como Virgilio, tan amante de las labores agrícolas, en sus “Geórgicas” lo considera un tallo estéril y erizado. De la dedalera, por el contrario se ensalza la belleza de sus campanillas, y sus leyendas galaicas; será, como nos decían, muy venenosa, pero nos comíamos, tan panchos, después de restallarlas, el pan con chocolate. He apreciado desde niño el cardo como una planta robusta y altiva; apta para poner la liga (afán hoy bien prohibido) y capturar algún jilguero. Apenas se ven ya bandadas de jilgueros, y para evitar su disminución debemos dejar de exterminar el cardo, para que cuaje su alimento, las semillas de sus flores. Paul Ranson aunó en un famoso cuadro estas dos plantas tan contrapuestas, símbolo, quizás, de cómo en nuestra vida nos vemos impelidos ante la tentadora belleza y sus venenosas espinas.