Pasando el puerto – Marco A. Macía
A pesar de que el fenómeno se reproduce todos los años, aún sigue provocando los mismos comentarios: todo está lleno. Astorga está imposible. No se puede caminar. La abarrotada plaza es un gentío. No hay dónde aparcar. La esperas, inusuales en cualquier otra temporada, ante la compra diaria o las gestiones comunes son la marca de su semana grande, posiblemente la más notable. La tranquilidad ordinaria de Astorga que digiere el paso de los días como puede y sin alterarse es el precio –bendito peaje- por calar tan hondo en las nostalgias y fomentar los reencuentros. A ese cíclico trasiego que vuelve a dibujar los pueblos como eran se suma el turismo que ha convertido los monumentos y los sabores en productos. Pocos se van sin su tableta de chocolate, sin las mantecadas, sin cecina bajo el brazo y nadie sin la foto frente al palacio. A diferencia de otros lugares donde se ha implantado el rechazo al visitante por un supuesto privilegio del local, en la ciudad aún se respira el indisimulado orgullo de reconocimiento de lo mucho que ofrece Astorga. Ese gesto, tan de aquí, de la media sonrisa ante la admiración de quien disfruta los tesoros de la ciudad. Ese gesto que subraya la propiedad de quien los tiene todo el año. En ocasiones con sonrojante exclusividad.