Pasando el puerto – M. A. Macía
Los días de difuntos son propios para la silencio. Siempre que se logren esquivar, siquiera momentáneamente, las calabazas o no te enredes con las telas de araña de fibra falsa que pretenden envejecer los escaparates más modernos convirtiendo a la muerte en otra pantomima del teatro de los vivos. En ese silencio, que se dibuja redondo, eterno y rotundo, no hay posibilidades para refugiarse en las esquinas y así, entre espirales y curvas es difícil imaginar el momento de la historia en el que el número de muertos y vivos era proporcionado. Es decir, el justo segundo de equilibrio en el espejo entre ambos territorios, en la cantidad a un lado y a otro, en la cifra exacta aquí y allá. En nuestros días, así a ojo y por lo alto, es notorio que hay más muertos que vivos. Son muchísimos más los que nos precedieron en el salto que los que resistimos exprimiendo los segundos hasta darlo. En realidad, cada uno que nace incrementa la desproporción. Quizá por eso se ríe en los bautizos y se llora en los funerales. Nunca deberíamos perder esta referencia para alentar la esperanza de que, en vez de silencio, el gentío atronador del otro lado nos envuelva y distraiga eternamente evitando que, tras tanto reposo, alguno decida regresar.