Pasando el puerto – Marco A. Macía
Una de las profesiones más bonitas y desconocidas del mundo es la ejercida por el clasificador de películas de los festivales. Un amante del cine ya enamorado de su afición antes de convertirla en profesión que recibe las cintas y en la soledad de una sala vacía disfruta, algunos dicen traga, todas las propuestas enviadas con el rubor de quien rompe un precinto o la desconfianza de quien se asoma a un abismo. Con meticulosidad puntillosa o entre un caos que solo él entiende va puntuando cada película y etiquetando su contenido para que compita contra otras que tratan, más o menos, de lo mismo. Agrupándolas son más manejables porque la etiqueta aglutina y lo dispar se convierte en categoría y más tarde en estilo. Hace siglos que los pastores de las cañadas descubrieron la docilidad del rebaño. No es difícil imaginar el desconcierto del clasificador cuando aparece una película inclasificable. De esas que dan miedo y risa, que provocan lágrima y odio, que sangran y a la vez curan. Ante esos retos se distingue al verdadero profesional del farsante. Los clasificadores pata negra etiquetan esas cintas inclasificables en la categoría de obras maestras. Los farsantes, en cambio, las retiran del concurso inventando un calificativo que suena a excusa: rara, extraña, peligrosa. Quizá por eso hoy, entre tanto farsante, hay que tener mucho cuajo para salirse de la etiqueta.