Pasando el puerto – M. A. Macía
Entre los defensores de la libertad es complicado encontrar a quienes defienden la libertad de dedicarse al toreo. Si hablamos de toros, la libertad dibuja un sesgo reduccionista que conlleva recortarla y, si por ellos fuera, introducirla en una caja precintada con destino incierto con objeto de evitar su ejercicio. Una libertad de vaivén, de para según qué cosas sí pero para otras no. Por suerte, el estado de derecho es garante de libertades y, consecuentemente, se regula por la ley y no por el sentir personal de cada cual. Así los circuitos de novilladas o las corridas de toros son tan legales como el fútbol, el tarot o los aranceles internacionales que tampoco gustan a todo el mundo. Permiten, además, que futuros matadores practiquen de forma ordenada la brillante partitura de la lidia que han elegido en libre ejercicio de su libertad. Podían haber decidido ser cantantes o registradores mercantiles. Pero sólo bajo el amparo de la libertad pueden dar explicación a su anómala decisión de vestir de forma tan desusada y jugarse la vida con una franela en la mano delante de un toro, respetando la liturgia reglada de la tauromaquia. Además, qué demonios, para eso son las plazas de toros y bien salada que es la nuestra.
