J.J.A PERANDONES – La tolva
Dejando atrás la sinagoga enterrada, me adentro un día más por los yemados árboles del Jardín, que un día vi muertos por la grafiosis y de nuevo plantados como juncos desamparados. Ventean ya sus aromas en el altozano amurallado, cara al Teleno, y no merecerían ser impregnados, aún menos nosotros y nuestros vecinos, del tufo que depararía el almacenamiento cercano de toneladas de desechos extraídos de depuradoras y plantas fétidas. En el otro gran parque urbano, El Melgar, que se extiende desde la antesala de la puerta romana a la del rey, 45 prunos bordean, con copas rosáceas y pétalos en el suelo, el aterrazado paseo que se solaza a la vista de tres torretas, la de Granell, la de Pedro Mato y la de la sacristía catedralicia. Está más amparado este plantel por tupirse bajo la cerca, pero también le llegaría el olor nauseabundo, como a aquellos otros, próximos, en la ribera del río, o lejanos, en el paraje del Mayuelo. Tiene la ciudad en cada estación su aroma y su fragancia, de árboles y rosas, de setos, lavandas y peonías, y si abres la ventana en días de copiosa lluvia el olor de la tierra mojada, que según la mitología griega fluye por las venas de los dioses, es refrescante y agradable. Dicen los expertos que el olfato tiene una conexión directa con las emociones, ¿cuáles las nuestras si lo que es fragancia, aroma, buen olor, lo convierten en emanación de removida cloaca?