Pasando el puerto – Marco A. Macía
Para saber que envejeces sólo hace falta un trozo de espejo. Ni tan siquiera un espejo entero con su enmarcación de pompa dorada que eleve la revelación al rango de lo indiscutible. Con un trocito de espejo, que puede sustituirse por un reflejo en cualquier escaparate, se desata el fenómeno preocupante que transporta los años del cuerpo a la cabeza. De la forma al fondo. Del huevo al fuero. Los modernos lo llaman autopercibimiento, los clásicos evidencia formal y los amigotes, tan crueles como certeros, pedrada al viejales que vive en la inopia. El reflejo señala las muescas en el mango de la navaja que perfilan tus andares, ayer espigados y hoy bajo el argumento irrebatible de Newton y sus gravedades. Como las cañas que se hincan en la arena antes y después de pescar la lubina. De tiesas a dobladas en un pispas. Las cañas, digo. Sólo existe un material que incumple esta ley a pesar de lo que pudiera creerse por su naturaleza reflectante: los cristales de las pistas de pádel. El material transparente de las pistas es mágico y en vez de reflejar realidades devuelve lozanía y esbeltez en voleas y reveses, resta años, afina redondeces impropias y tersa colgajos bajo niquis reflectantes. Es entrar en la pista y verte con treinta años menos. Otra cosa es lo que ven los demás porque a pesar de la mágica propiedad del reflejo juvenil las paredes siguen siendo de innegable cristal transparente.