Pasando el puerto – Marco A. Macía
Mal que le pese a muchos, pocas cosas son más atractivas que una feria de pueblo. De hecho, las capitales con toda su impostada grandeza es lo que reproducen en sus fiestas mayores cuando se disfrazan de genticas como las de antes y llenan las avenidas con carros de vacas, panderetas, apretadas fajas y perneras de pana sobre ruidosas galochas. Pueblo fueron y pueblo son. Y así lo predican en una obsesiva búsqueda de las raíces populares como marca de autenticidad que sirve de orgulloso inicio de la capital que hoy dicen ser. Los soportales más antiguos se llenan de vendedores de rosquillas y tenderetes de feria donde nunca faltan chacinas de gocho, vaharadas de queso untoso y todo lo que recuerde al pueblo, entendido como ese limbo que la imaginación identifica con lo auténtico y primero. Pues bien. Sin despeinarse y olvidando lo que tanto enaltecen no tienen reparos desde la capital a la hora de insultar a otras ciudades calificando una iniciativa que apuesta por el producto local como feria de pueblo. Son ganas de hacer daño. De dispararse un tiro en el pie. Qué sería de ellos sin esos pueblos vulgares capaces de sobrevivir sin su beneplácito. Astorga, un pueblo según ellos, ya era ciudad cuando en las capital se instalaban campamentos. Aquí los ciudadanos ya comían torrijas sin que nadie les indicase cómo freírlas. Deliciosas, por cierto.