La Tolva – Juan José Alonso Perandones
Hay árboles que adelantan o escenifican la primavera. Primeramente, los prunos, que lucen hasta marchitarse en púrpura por el gran corredor de El Melgar; y en este fin de abril los árboles del amor, el viejo tamarindo en la plaza de la Libertad y otros en La Sinagoga y por doquier, más los cerezos calzones en las cercanías del instituto y la plaza Romana. Todos ellos, con sus copas o espigas, ya rosadas o de color lila, agasajan la vista, como si en las calles o plazas destacase un detalle floral, ornamental, para una ceremonia. Son hermosos y anuncian que la naturaleza se renueva, las abejas liban las flores y los pájaros se emparejan y anidan para que sus polluelos, echado el vuelo, continúen alegrando con sus trinos los solitarios campos y las pobladas ciudades. Cuentan con una denominación científica y otra popular, y es el ‘cercis siliquastrum’ el más apreciado, pues debe su común nombre al sugerir sus hojas los corazones; hay nueve ejemplares plantados en el jardinillo infantil, uno, majestuoso, que ha alcanzado su madurez por rondar los 50 años, y otros ocho, de un lustro, con crecimiento de desigual fortuna. Ese gran árbol del amor da paso al horizonte del Teleno, estos días con la última nieve en la cumbre; su encorvamiento, propio de su natural crecimiento, se lo atribuyen a que Judas Iscariote se colgó de sus ramas, después de traicionar a Cristo, pero mejor contemplarlo como rendido de amor.