Pasando el puerto – Marco A. Macía
Hay limonada, reza el cartel en la puerta. Si cada momento tiene su bebida la Semana Santa empareja con la limonada. A la perfección. Aunque hay quienes conciben una sin la otra, porque tiene que haber gente para todo, lo correcto es acoplar redoble de nazareno con un vasín del néctar afrutado que la tradición manda servir en este tiempo. En ese vinillo perfeccionado con la mano de cada hacedor se conjugan las nostalgias y las fatigas con la canela, miel y pasas que dicen añadirle los druidas celosos de una receta con tantas variables como paparrones. Es costumbre que, como en todos los misterios, no haya una única receta ni certeza de cuál será la verdadera. Por eso cada cual presenta lo que dice haber recibido en herencia verbal de ancestros muy lejanos, coetáneos de los judíos culpables de la muerte de nuestro Señor, estableciendo cada año una competición incierta para el reconocimiento popular de beberse la mejor. Fuera de esa contienda de puristas sin resaca, la limonada es otra rareza de esta tierra. Cuando las temporadas han muerto y los productos no conocen estación la limonada resiste temporal y caduca, solo en estos días. Pasajera y de vida corta. Pero larga en el recuerdo permanente.