J.J.A. PERANDONES – La tolva
No abunda en las fincas de Astorga el magnolio; tampoco en los jardines, tan solo gozan de antigüedad el del jardinillo infantil, los dos del polideportivo, y los ocho de la Bajada del Postigo, aún quinceañeros, por lo que deberían alcanzar en la veintena el deseado esplendor; otros dos, que fueron plantados en El Mayuelo, sucumbieron ante el vandalismo. No abunda, acaso por el engorro que conlleva el retirar la renovación anual de parte de su hoja, con limbo coriáceo y ferruginoso, y su fruto, las piñas. O quizás, porque es un árbol que no se conforma con cualquier suelo o situación. El más, a uno, cercano, después de tres décadas se muestra majestuoso y sigue creciendo sin especial atención; en todo caso se beneficia del riego deparado a los céspedes, hortalizas y verduras. No es necesario alzar la vista para saber que va abriendo sus flores, pues inunda el entorno con su olor a fragancia y a un no sé qué, de tan agradable, dicen que a vainilla. Árbol singular, pues, recio y provechoso, por su madera, sus piñas usadas como molinillo para batir el chocolate, su flor medicinal y cotizada para el perfume, sus semillas como alimento de los pájaros… No abunda, pero nos ofrece grandes virtudes: la elección de un ambiente propicio para el crecimiento, la constancia y reciedumbre en aras a forjar una identidad, la sabiduría que se obtiene al conservar y renovar, y, finalmente, la plenitud de su esencia.