Ricardo Magaz – La Espada y la Pluma
El cultivo clandestino de marihuana en los pueblos ha cobrado una enorme relevancia en los últimos años, impulsado por factores que van desde la creciente demanda del consumo hasta la percepción de que las zonas rurales ofrecen una mayor protección frente a la vigilancia policial.
Aunque en España existe cierto margen de tolerancia hacia el llamado autosembrado para uso personal, la legislación castiga de manera severa la producción destinada a su distribución o venta, incluso para “sacarse unos eurillos con los colegas”.
El Código Penal establece que el cultivo, elaboración, comercio o cualquier actividad que promueva, favorezca o facilite el consumo ilegal de drogas puede conllevar penas que van desde multas económicas hasta varios años de prisión, dependiendo de factores como la cantidad de plantas, su potencial productivo, el nivel de THC en el caso de la marihuana o la existencia de otros indicios que la califiquen como narcolabranza.
Uno de los principales riesgos radica en la interpretación de las autoridades sobre el ambiguo concepto de “labor para autoconsumo”. Con todo, si se supera la cantidad de plantas de cannabis sativa consideradas razonables para uso personal (la ley no estipula un número concreto), los agentes interpretarán que existe intención de traficar.
Un riesgo del que no siempre los cultivadores, ya sea en macetas en la terraza, en el huerto, en el campo o en una nave son conscientes de los peligros legales que entraña.