Pasando el puerto – M. A. Macía
En origen la miel fue un complemento de la economía familiar para tapar el hambre de la casa y, si había excedentes por buena cosecha, un bien de cambio para el trueque por aquello que más falta hacía. Ser entendido o curioso con las abejas era un don con el que se bendecían las caserías que colocaban en lo alto un par de tocones coronados por una losa con remate de piedra para que no la arramblase el aire. Aquellos primeros apicultores, delicados maestros del enjambre con la sensibilidad de cosechar un producto tan sabroso como escaso, agruparon las colmenas en cortines con altos cierres de piedra y golosa esperanzan en su producción. No había ferias para promocionar aquella miel negroide y densa porque ya estaba vendida antes de catar. Los cortines pasaron a colmenares y con ellos llegó el panal, los cuadros de alambre diseñados como arpas de dulce música, las piqueras con portería de verano e invierno, las alzas de la ganancia, los núcleos, el extractor centrífugo, los cotones aceitados, la varroa, la velutina. Y la ferias apícolas donde mostrar las mieles del éxito y el orgullo del sudor que rima con apicultor y cuantas más, mejor.