Pasando el puerto – M. A. Macía
Aunque cada uno lleva el envejecimiento como puede es curioso observar con qué diferente velocidad pasa el tiempo para cada cual. Así, los hay frescos como una lechuga con sus noventa primaveras sobre el cuello que mantienen la sonrisa franca, los ojos de la sorpresa abiertos y las manos tendidas dispuestas a ayudar, aunque falle la energía. Son los paisanos y paisanas que ya no se sorprenden de nada porque han visto de todo pero que se muestran encantados con el progreso, con los avances. Saben que las cosas cuestan porque han trabajado para conseguir lo que tienen. Lo valoran tras haber pagado el precio del sudor. Por otro lado, y con menos de la mitad de abriles y luciendo tersas lozanías se configura un grupete de dedos largos y pegatinas de progreso que a pesar de lo mucho que han leído, lo más que han viajado y lo que se gustan a sí mismos estiran el cuello con el diente retorcido dispuestos a juzgar todo lo que se ponga a tiro. Si hay fiesta porque hay fiesta. Si no hay nada porque no hay nada. Nada les satisface. Todo les cayó del cielo. Esta tropa ha encontrado en el anonimato de las redes la esponja para sus colmillos y se relamen con el barniz de cualquier iniciativa antes de conocerla. Paisanos van quedando menos. La otra tropa abunda con tanta fecundidad que, de ponerse a trabajar, lograrían cambiar la rotación de la tierra. De ponerse a trabajar, ojo.