Pasando el puerto – M. A. Macía
Llega el verano y se despierta esa sed de lejanías y experiencias para estar en cualquier parte del mundo, siempre que no sea la parte del mundo donde nos ha tocado vivir. Se desata un instinto nómada y los aeropuertos, las carreteras, se convierten en redes de intercambios complejos donde celebrar con alborozo las casualidades al encontrar, por ejemplo, un vecino de escalera en un camino perdido de la Bretaña o al olvidado compañero de pupitre en una gasolinera de Jaén. Las vacaciones están cargadas de búsquedas y cada vez que la suerte atraviesa a un conocido en la ruta se experimenta una extraña mezcla de sorpresa y reconciliación, mayor cuando más alejado haya sido el casual encuentro. Y frente a este nomadismo temporal nunca se admirará lo suficiente a aquellos que eligen retornar a esa parte del mundo donde vivieron con tanta intensidad como para producir las raicillas que salen del corazón y desde la planta del pie conectan con la querencia. Para volver al lugar cercano, el molino viejo, el frescor de la hortensia, el respaldo de mimbre para sestear, a la nada de lo mismo otro día más. Para regresar al sitio donde los dos sabemos que nunca debería haberse partido. Donde el reencuentro es precisamente el único objetivo.