Pasando el puerto – M. A. Macía
De un tiempo a esta parte la conocida expresión de me pinchas y no sangro forma parte del ramillete de alocuciones que se oyen por la calle con mayor frecuencia. Podría quedarse en una extendida negación colectiva del principio universal de la presión sanguínea, de no ser de todo punto imposible para un ser vivo la elección del sangrado cuando un objeto perfora capilares o vasos de mayor caudal como se comprueba casi a diario en las cocinas de medio mundo con los cortes en juliana o con frecuencia mayor en las salas de extracción. La expresión va más allá. Salta del realismo de las agujas al terreno pantanoso de las percepciones y la capacidad de sorpresa ante lo que nos rodea. Preferentemente ante los comportamientos públicos de quienes se suben al palo mayor del barco con gorra de capitán y ganas de marcar el rumbo. Esos mandriles, tanto los que vinieron a tomar los cielos por asalto como los que alcanzaron robando los méritos que no les dio el trabajo, están obteniendo consenso con la sorpresa ante su disociación del ser y del estar. Llegan a reconocer que una cosa es la persona y otra el personaje. El resto de los mortales -que bastante tienen con madrugar- van y vienen entre la incredulidad y la admiración acerca del lugar del que salen estos tipos, su cara tan dura y el deseo inconfesable de hacerlos sangrar a ellos. Siquiera por las narices.